Hacia la paz interior
© Jorge M. Taverna Irigoyen
MÁXIMAS MÍNIMAS - HACIA LA PAZ INTERIOR

Por Jorge M. Taverna Irigoyen

No hay medidas para la traición: todas son inconmensurables.


Para el deber no existen domingos ni fatigas del músculo


El egoísmo es tan sólo una pasión al revés.


Interpretar el ingenio como una pirueta de la inteligencia, ya es falsearlo.


No hay fraternidad que el poder no burle.


Las peores perversidades las cobija y las retiene la imaginación.


La piedad puede caber en una piedra que no se tira; el odio, en una paloma quebrada en vuelo.


¿Has medido la carga del pesimismo sobre tus hombros? Aligéralo y volarás.


Caben en un desencuentro todas las protestas, todos los abismos; pero en una alegría caben todos los vuelos de la imaginación.


El poder ennoblece y envilece, según el tiempo, según el hombre, según el marco que se den uno y otro.


Vacío, el del desamor. Su falta de espacio compartido, quita todo otro espacio a compartir.


No hay energía que contagie más que el entusiasmo: da color a las neuronas.


¿Has visto qué poco dura un éxito? En días, está pidiendo otro; en meses se olvidó; en años, se ha desdibujado del todo.


No sólo en la muerte se halla la eternidad. Hay formas de paz terrena que la rozan...


Si hubiera que calificar la verdad como conducta, no como enunciado, sólo cabría usar la palabra esencia.


Hay quienes entienden a la vida como una emergencia permanente. Siempre están entrando a una nueva encrucijada, a un nuevo desborde.


En la vida nos gobiernan las circunstancialidades. No obedecemos a las órdenes, sino a los desórdenes vitales.


Hay traiciones por venganza, por mala fe, por mediocridad y, aún, por derrumbe moral. No hay traiciones por ignorancia.


La pasión de enseñar es la única que no admite traiciones. Una deslealtad, en ella, equivaldría al más flagrante deshonor.


Hay honores que descalifican, tanto como postergaciones que honran.


No hay desnudez que aterre tanto mostrar como la de la ignorancia. (A conciencia)


La voluntad es un ejercicio de la mente; la paciencia, una fortificación del espíritu. Sin embargo, una vive en el connubio con la otra.


No se defiende sino lo que está dentro de uno como estandarte, como pasión, como alegoría de vida o, aún, como cicatriz.


¿Has terminado por claudicar? Nada cambia, entonces, salvo el estilete punzante de tu escepticismo.


Animal singular, el hombre no sabe calibrar sus pasiones, ni encauzar sus instintos, ni disimular sus debilidades. Todo lo muestra con la más patética inocencia.


Todos somos solidarios, hasta que los hechos nos convocan, desafían o comprometen y la práctica demuestra lo contrario.


Los dolores morales se parecen a los físicos, en cuanto van de la agudeza a la cronicidad; pero difieren abismalmente en cuanto -generalmente- jamás curan.


El espacio para la esperanza está muchas veces ocupado para oportunismos espúreos.


El mediocre no actúa, espera; ni edifica ni denuncia, inventa planes sólo para la imaginación y siempre justifica los plazos agotados.


El peso de los arrepentimientos no siempre contrapesa al de las culpas. Hay culpas aceptadas, y para ellas, códigos y premisas.


La valentía tiene primaveras y otoños. Su invierno definitivo se impone en el crepúsculo del hombre, que pierde el arrojo para siempre.


¿Qué otra fuerza vital que se imponga con mejores argumentos a la del amor?


La esperanza no es un trampolín que conduce al efecto: tan sólo una concesión de la inteligencia para llenar la pausa o la eterna espera a un logro que quizá jamás llegará.


Está perdido quien no conozca el valor de la reflexión: allí donde a veces la encrucijada niega todo, hasta la capacidad para sobrevivir.


Las culpas se van sembrando amor. No queda ni tan sólo una.


Tantas veces, el orgullo por los hijos templa las vacilaciones de los padres.


La vida no alcanza ni para releer por segunda vez el Quijote.


No es la vehemencia lo que da sentido a las palabras, sino la idea que las articula.


Estuve ausente varios años. Ahora me reencuentro y reconozco mi vejez.


La última vez que hablé de la vida -la última- fue cuando sepulté a mi primer hijo.


No he encontrado verdades que no se contrapongan. Sólo las mentiras soportan la doble faz.


He descubierto a tiempo que mis convicciones no soportan las brisas. Son para los vientos, que jamás acarician.


La esperanza no es un ejercicio del pensamiento, antes bien, una fórmula para evitar la propia deserción, cuando no el hartazgo.


¿Cabe mejor remedio para la soledad que el altruismo? En el volcarse a los otros cabe uno mismo, o lo que es mejor, en los otros uno crece.


Las luces de la inocencia nunca se apagan. Ninguna violación de los sentidos gatillará esa capacidad para ver aún con los ojos vendados.


Inocencia: esa capacidad para ver lo que los otros olvidaron.


Ninguna elocuencia para la persuasión, como la del amor. Sin palabras, todo lo vence, todo lo transforma, todo lo eterniza.


Después de una existencia sana, el testamento da la fórmula exacta: siempre sin rencores.


Entre dos límites la vida del hombre entero: disciplina para el servicio; serenidad para los renunciamientos.


Dios existe en la medida que uno le salga al encuentro. Ni lo convoque ni lo niegue. Simplemente, lo reciba.


Hay una capacidad para el sufrimiento que no es estoicismo ni templanza. El dolor moral -ni prueba, ni goce- entra como una fortificación aceptada a la que no caben interpretaciones.


El mundo es redondo. Las ilusiones también: como pompas.


En cada acto de traición hay un abismo que se comparte. Caen en él la lealtad mancillada y quien traiciona. Se salva, una vez más, el traicionado.


Se puede escapar al destino si se usa una buena dosis de hipocresía y otro tanto de ingenuidad.


¡Qué lujo inigualable regalar la propia felicidad a los otros! Sólo se lo dan los pobres, que hacen caridad con una sonrisa, si no tienen otro bien.


Hay burlas feroces. La de la paternidad negada, la del olvido inventado, la del amor fingido. Pero ¿qué lugar ocupa la de la muerte voluntaria, frente a la vida que fluye?


Hay epitafios fragantes como azucenas; otros, filosos como espadas.


La ballena sale a la superficie del mar no para mirar el cielo. El hombre busca en la oscuridad, no porque esté ahogado de luz.


Los dolores del alma obstruyen el sentido de objetividad para el análisis. La llanura es abismo, el abismo es llanura. Sólo el sentido de oportunidad, frente a la inminencia del fracaso, clausura los códigos.


El gigante envidia al enano, que puede ver el musgo.


Entro a los ojos de Cristo, y el mundo me crucifica.


¡Hablar del tiempo, en lugar de hablar del amor!


Hay hombres que escapan a las resurrecciones: tienen miedo de volver a vivir.


Aquéllos que juegan a la aritmética de las pasiones jamás llegan a contabilizarlas en el corazón.


Ortodoxia y razón no son instrumentos para medir la historia, que va de caos en caos.


Ahuecados por dentro, mis ojos quieren ver lo que me fue vedado. Felicidad furtiva.


Nada está inconcluso. Ni la sombra. Todo en la vida tiene un fin, aunque el principio pueda resultar incierto.


Escapar a tiempo de los errores que se creen virtudes, no es sabiduría. Quizá, sólo instinto de conservación.


He ido a comprar una almohada para mi cansancio. No me alcanzan las monedas. No hallo la deseada blandura.


Nada menos que una ilusión sucedida por muchas otras ilusiones. Eso solemos ser...


Se fue la vida. ¿La consumiste? ¿La gastaste?


¿En qué medida trato de conocerme? Sólo en la medida que los otros me conozcan por mis actos.


Más fácil pronunciar la palabra amor, que entender en gesto a la ternura. Tan fuerte uno, tan trémula la otra.


Hay tres órdenes del saber: el enciclopedismo, la erudición y el conocimiento encauzado. Me placería estar dentro del tercero.


Las virtudes no son perlas. Aunque pierdan el oriente si se las mantiene demasiado a resguardo.


Cuidado con las virtudes que subjetivamente parecen jugar raídes maratónicos. Siempre resultan ser las de menor consistencia.


Olvidé usar mis virtudes naturales y sacaron moho.


De impulsos vive el hombre. De impulsos muere el hombre.


No hay casualidades. Todo está previsto. El azar ordena.


Dios premia a los agradecidos. Casi siempre.


Aquellos que no pueden cambiar frente a sus defectos reconocidos, poseen un exacerbado amor propio. Indefectiblemente.


La muerte no espera. La vida tampoco, aunque no lo advirtamos a tiempo.


La vida nos hace mansos a golpes.


Dicen que quien sobrevive queda solo.


Las ilusiones se mueren. Quedan los ilusos.


Todo está previsto en la enciclopedia de la vida: hasta las resurrecciones.


Enfermedades hay muchas. Incurable, sólo la misantropía.


Lo malo es que quien no se comprenda a sí mismo pretenda que lo comprendan los otros.


Una cuota de vanidad, para no morir del todo.


El destino no existe. No insista.


¿Qué haré con el destino? No me gusta aceptarlo sin que dialoguemos.


No espero al destino: le salgo al cruce.


Destino más, destino menos, todos nos semejamos tarde o temprano en el dolor.


El destino viene barajado, dicen los que no saben jugar.

Acerca del autor

Acerca del autor

Biobibliografía

Poeta, ensayista, crítico de arte, Jorge M. Taverna Irigoyen nació en Santa Fe. Ha publicado una decena de libros de poesía, crítica e historia del arte, mereciendo numerosos premios por su labor. Publicó sus narraciones breves bajo el título Historias verosímiles en la revista Letras de Buenos Aires y en el suplemento cultural de El Litoral de Santa Fe. Fue Director Provincial de Cultura, director y fundador del Centro Trandisciplinario de Investigaciones de Estética de Santa Fe y presidente de la Asociación Santafesina de Escritores. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y Presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes.

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